La reclusión forzada por la plaga hace mucho más que fastidiarnos.
Nos roba la identidad y el tiempo. De repente, la plaza pública de la cotidianidad
queda vedada. Y con ella el futuro, que es su prolongación. Ya no sabemos qué esperar,
qué quedará después de la catástrofe.
El pasado parece remoto, irreal, como perteneciente
a otros que vivieron hace mucho, en otra orilla donde las cosas eran muy
distintas. Nos vemos así abocados a un presente absoluto en el que no logramos
hacer pie. Sin antecedentes y sin expectativas, sin nostalgias y sin sueños, el
tiempo se vuelve transparente.
La plaga nos doblega, como
para demostrar que es ella la que manda, la que triunfa. Nos arrincona, reclusos
en la cárcel del miedo. Nos impide salir al mundo y galopar por él. Llega un
momento en que se pierde la noción del espacio de fuera, reducido a la calle
vacía que podemos entrever por la ventana; a los cortos, precipitados itinerarios
a los contenedores o al supermercado, hechos a la carrera y procurando evitar cruzarnos
con ese otro que era nuestro vecino, y hoy es una amenaza. La ciudad se ha
convertido en una terra incognita, en
alguna parte de la cual podría estar agazapado el monstruo. Sin horizonte, sin
gente, ya no sabemos lo que somos. El aplauso en los balcones es más que un
homenaje: es una rebelión.
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