lunes, 13 de abril de 2020

Reclusos

La reclusión forzada por la plaga hace mucho más que fastidiarnos. Nos roba la identidad y el tiempo.
De repente, la plaza pública de la cotidianidad queda vedada. Y con ella el futuro, que es su prolongación. Ya no sabemos qué esperar, qué quedará después de la catástrofe.


    El pasado parece remoto, irreal, como perteneciente a otros que vivieron hace mucho, en otra orilla donde las cosas eran muy distintas. Nos vemos así abocados a un presente absoluto en el que no logramos hacer pie. Sin antecedentes y sin expectativas, sin nostalgias y sin sueños, el tiempo se vuelve transparente.

La plaga nos doblega, como para demostrar que es ella la que manda, la que triunfa. Nos arrincona, reclusos en la cárcel del miedo. Nos impide salir al mundo y galopar por él. Llega un momento en que se pierde la noción del espacio de fuera, reducido a la calle vacía que podemos entrever por la ventana; a los cortos, precipitados itinerarios a los contenedores o al supermercado, hechos a la carrera y procurando evitar cruzarnos con ese otro que era nuestro vecino, y hoy es una amenaza. La ciudad se ha convertido en una terra incognita, en alguna parte de la cual podría estar agazapado el monstruo. Sin horizonte, sin gente, ya no sabemos lo que somos. El aplauso en los balcones es más que un homenaje: es una rebelión.

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