Este virus maldito mata a muchos, nos aterroriza a todos;
ha infectado nuestra cotidianidad y volado los cimientos del futuro. Pero quizá
su daño de más enjundia sea haber quebrado la espina dorsal de nuestra sociabilidad.
Aislándonos unos de otros, el virus disgrega la materia con la que construimos
lo colectivo.
Si logramos vencerle será
encontrando maneras de reparar esa arcaica fuerza de lo común. Aciertan los que
apelan a la unidad; de hecho, deberán hacerlo aún más cuando remita la pandemia,
y salgamos sonámbulos a las calles en ruinas y nos toque luchar codo con codo
para reconstruir el mundo que se nos habrá venido abajo. Aciertan sobre todo
esas muchedumbres de vecinos que salen a los balcones cada día, a las ocho de
la tarde, para rendir un homenaje a quienes nos están cuidando y, siempre que
pueden, curando. Aun manteniendo distancia, abandonando por un instante la reclusión
temerosa en nuestras celdas, hallamos el coraje de reencontrarnos orgullosos, y
en ese ritual de reconocimiento a nuestros héroes armamos de nuevo la sensación
de comunidad. Es reconfortante sentir que la llama sigue viva; que, aun
forzadamente aislados, no estamos solos. Sentir que aguantamos detrás de
quienes forcejean en primera línea por nosotros, escenificar nuestra fraternidad
y exorcizar la impotencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario