Cuando por fin nos digan que pasó lo peor, cuando acabe
esta lúgubre cuarentena y salgamos a la calle, empezarán nuevos desafíos, tal vez
más difíciles. Habrá que poner todas las manos para limpiar las ruinas y reconstruir.
También la convivencia.
Viviremos en un mundo a la defensiva, escrupuloso de
distancias; un mundo de amistades precavidas y amores recelosos, al que le faltarán
los abrazos y los besos. ¿Podremos vivir sin besos? De momento, no habrá más
remedio. Tendremos que pedirle paciencia al amor.
Más tarde o más temprano, el virus habrá de llegar a todos y formar parte de nosotros. Ojalá que para entonces ya se haya
descubierto la vacuna (ese debería ser el único premio Nobel del año próximo).
Porque este germen maldito ha venido con ganas de asesinar. Y su presencia masiva,
dicen, seguirá favoreciendo mutaciones, así que luego caerán otras oleadas,
como pasa con la gripe. ¿Servirán por un tiempo las defensas generadas? ¿Se
encontrarán maneras de prevenirlo? Lo único seguro, que deberíamos haber
aprendido, es que ya no podremos bajar la guardia.
Pero tiene que haber un día
en que regresen los abrazos. El virus está hecho para matar, nosotros para
tocarnos y mezclarnos. Habrá muchos besos que recuperar: solo entonces podremos
considerarnos curados.
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