Dicen que los supervivientes de los desastres se sienten culpables. Nuestra mente no concibe el azar, y en vano le busca justificación: parece subyacer algo ofensivo, imperdonable, en no haber perecido cuando el curso de las cosas apuntaba en esa dirección. Seguir viviendo, que siempre es una frágil excepción, aquí lo parece más que nunca.
Los supervivientes saben que no han perdurado por ser mejores, ni
siquiera por haberse esforzado con más ahínco: es la insoportable levedad de la suerte. Ahora
mismo podrían ser una víctima, lo cual da aspecto de anomalía al hecho de no
serlo. O al menos de trivialidad. Ni una cosa ni la otra nos gustan como cualidades
para nuestra existencia.
Así que la supervivencia es
un tremendo, exigente ejercicio de humildad; pero también de misericordia. Nos
gustaría creer que nuestras cualidades nos hacen merecedores de existir, lo que
ya daría a nuestra presencia un cierto sentido. Pero hay que tolerar la realidad
de que no, que ni nacemos ni morimos porque el universo tenga un especial
interés en nuestro paso. Acabará la pandemia, saldremos a la calle, nos miraremos
contentos unos a otros por seguir vivos, pero haremos bien en evocar con
tristeza a los que murieron. Por lo que se ha perdido en ellos y porque un día
nos perderemos nosotros: sobrevivir es solo una prórroga.

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