Las estadísticas tienen el helor de las cifras desnudas.
Cada cual ha vivido su pandemia íntima, tejida de ausencias y distancias, de medrosas
soledades o encierros claustrofóbicos, mascando el turbio temor, la inquietud
agónica, la obstinada esperanza. Nombres y apellidos nos rasgaron el alma. Era
angustioso, pero tenía el espesor de lo humano.
Pero los números son otra cosa. Los números son
un espejismo que se traga sin masticar en un momento, y que apenas evoca su trastienda
de gente. Los números son un hachazo seco, un titular en primera plana, una historia
de sombras irreconocibles que se agota en su eco acostumbrado. Los números nos
han hablado cada día de muertos espantosamente anónimos, de asombros desoladoramente
estériles. Bécquer lamentaba la soledad de los muertos, pero no hay soledad más
devastadora que la de las estadísticas.
Cada jornada nos acuchillaba
esa angustia cifrada. Llegamos a contarlos por cientos diarios. Hoy lo hacemos
por decenas, por menos incluso, y sabemos que ese decrecimiento debe
alegrarnos, pero apenas logramos esbozar un contento perplejo y melancólico.
Nos aturde la vastedad indescifrable de los totales, y cuesta traducirlos a alivio
o a pesar. Sin embargo, ¿cómo renunciar a hacerlo, si la esperanza no tiene otro
asidero?

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