Tras estos meses de encierro obligado y contenido pavor,
al fin parece que recuperamos eso que llamamos normalidad, y que no es más que
el conjunto de nuestras costumbres. Lo normal se define únicamente por oposición
a lo excepcional, y es en la excepción donde cobramos una cierta conciencia de
su contenido.
Las excepciones nos gustan porque traen una ráfaga de aire fresco
a la rutina, y nos espabilan de nuestro aturdimiento. Pero, como los niños,
preferimos no alejarnos mucho de la seguridad de los sagrados hábitos.
Poco a poco nos van dando cancha para aliviar
el confinamiento. Fase uno, fase dos…, como en una operación militar o en una
restauración. Algo de ambas cosas tiene esa desescalada, pues el enemigo
permanece agazapado, y a su paso ha dejado una estela de ruinas que costará
limpiar y recomponer. Pero para la mayoría ha significado mucho poder recuperar
los paseos, aunque sean con mascarilla, y los encuentros, aunque sean sin abrazos
y sin besos.
Lo llaman «nueva normalidad»,
y el término suena un poco sobrecogedor. Viene a avisarnos de que, por mucho
que lo parezca, la normalidad ya no será lo mismo. La cadena de las fases, por
mucho que avance, nunca concluirá. Qué le vamos a hacer, siempre fue así: la
vida es cambio, la normalidad nunca fue normal.

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