Pocas cosas son un bien para todos. Casi ninguna lo es en
el mismo grado. Y ninguna, aun siéndolo, es entendida del mismo modo. Cada cual
tiene sus sueños y sus premuras, sus frustraciones y sus angustias, que a veces
nos unen y otras nos enfrentan. Más tarde o más temprano, surge la discrepancia,
se declara la rivalidad.
El conflicto resulta inevitable. Lo lúcido no es
pretender mantenerse a salvo de conflictos, sino aprender a manejarlos de la
mejor manera. La mejor para uno y, hasta donde se pueda, no la peor para los
otros. A menudo, el pacto o la colaboración son posibles. Si tiene que haber enfrentamiento,
encararlo del modo más eficaz y con el menor coste posible: ese es el arte de
la guerra.
La felicidad también es eso
(o lo es sobre todo): administrar convenientemente los costes de nuestra sociabilidad.
Cierto que no depende solo de nosotros, pero la presencia de los otros también
es una oportunidad. La rivalidad nos empuja al encuentro de los demás: con
suerte, al aprendizaje; con más suerte aún, al gozo, a la amistad o al amor. En
cualquier caso, nos saca de nosotros mismos, cosa que siempre es un don, y a
menudo un placer. Así que los demás son un problema y una ocasión, a veces un gozo
o una redención. Verlos así incluso cuando nos atormentan: eso sería sabiduría.
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