martes, 16 de junio de 2020

Dejar marchar

Somos terriblemente obcecados en nuestras expectativas. ¡Como si la vida nos debiera algo!
¿Cuándo dejaremos de rezongar? ¿Cuándo nos haremos adultos y renunciaremos a aquella exigencia despótica con la que atormentábamos a nuestros padres? 


Revisitamos una y otra vez los mausoleos de nuestras esperanzas defraudadas. Y con ello no logramos más que amargarnos la vida, enturbiar la existencia con abatimiento y rabia. Como niños caprichosos, abrimos precipitadamente los juguetes que nos han regalado sin detenernos en la alegría de ninguno, y acabamos estallando en un berrinche por el juguete que falta. ¿Cuándo dejaremos de ofuscarnos en esperar y reclamar, y afrontaremos lo que no pudo ser? ¿Cuándo consentiremos que se marche a su morada inaccesible, y nos deje limpios para mirar con ojos claros el cielo azul? 

Los muertos no necesitan nuestro duelo, lo necesitamos nosotros. Lo perdido quiere irse. Si se queda rondándonos como un espectro es porque nosotros le salimos al paso, porque lo invocamos una y otra vez con el ansia de apropiárnoslo. Los espectros no nos quitan vida: nosotros la menoscabamos al retenerlos. Hay que despedirse y dejar marchar, y quedarse solos con la herida. Y permitir, con dolor, que cicatrice. 

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