Somos
terriblemente obcecados en nuestras expectativas. ¡Como si la vida nos debiera
algo! ¿Cuándo dejaremos de rezongar? ¿Cuándo nos haremos adultos y renunciaremos
a aquella exigencia despótica con la que atormentábamos a nuestros padres?
Revisitamos una y otra vez los mausoleos de
nuestras esperanzas defraudadas. Y con ello no logramos más que amargarnos la
vida, enturbiar la existencia con abatimiento y rabia. Como niños caprichosos,
abrimos precipitadamente los juguetes que nos han regalado sin detenernos en la
alegría de ninguno, y acabamos estallando en un berrinche por el juguete que
falta. ¿Cuándo dejaremos de ofuscarnos en esperar y reclamar, y afrontaremos lo
que no pudo ser? ¿Cuándo consentiremos que se marche a su morada inaccesible, y
nos deje limpios para mirar con ojos claros el cielo azul?
Los muertos no necesitan
nuestro duelo, lo necesitamos nosotros. Lo perdido quiere irse. Si se queda
rondándonos como un espectro es porque nosotros le salimos al paso, porque lo invocamos
una y otra vez con el ansia de apropiárnoslo. Los espectros no nos quitan vida:
nosotros la menoscabamos al retenerlos. Hay que despedirse y dejar marchar, y
quedarse solos con la herida. Y permitir, con dolor, que cicatrice.
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