domingo, 14 de junio de 2020

Niños

Los niños nos conmueven porque reviven el milagro de la inocencia,
porque despiertan la nostalgia de nuestro propio candor perdido. Pero, ¿en qué consiste exactamente esa inocencia? 

A la postre, los niños son egoístas y despóticos, y, en muchas ocasiones, taimados y crueles. Están programados para sobrevivir, y por eso acaparan atención y entrega, y nunca tienen suficiente. 

Lo que nos fascina debe ser, precisamente, que ejerzan toda esa rudeza sin cortapisas ni disimulos, que sean feroces en estado puro. Porque nosotros ya perdimos esa pureza, hace mucho tiempo, cuando tuvimos que asumir lo abigarrada que es la vida y que estamos solos frente a ella. Los niños nos evocan la infancia de la especie, cuando los días se bastaban a sí mismos y las preguntas eran una vaga inquietud que se olvidaba deprisa. O no tan deprisa, porque también hay infancias atroces y niños que no tienen tiempo de serlo. 

Pero tal vez haya en los niños algo que nos acapara aun más: su indefensión, y el hecho de que dependan de nosotros. Un niño, en el fondo, no necesita mucho: alimento y seguridad. Pero su necesidad de esas dos cosas es desesperada. La principal fuente de seguridad es el amor. Los niños nos aman, pero sobre todo necesitan que los amemos. Y eso llena de sentido nuestras vidas. 

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