Che sarà, sarà, recita la vieja canción. Lo que llegue, llegará, y casi siempre será distinto a como lo habíamos soñado, generalmente peor. No es una cuestión de fatalismo, ni siquiera de pesimismo: es, sencillamente, que la vida discurre al margen de nuestros sueños.
¿Hay que resignarse, entonces? Todo lo contrario: precisamente porque la vida ignora nuestros deseos, nos corresponde luchar por ellos. La vida es tarea porque nos lleva la contraria, o más bien nosotros se la llevamos a ella. Sísifo siempre tendrá rocas que remontar (y siempre rodarán por la ladera).
Hay que cumplir con gozo esa obstinación humana; en realidad, la obstinación es el gozo; ya nos lo dijeron Spinoza, Schopenhauer y Nietzsche. Es el gozo y es el dolor, tal vez con más de este que de aquel, aunque nunca con uno sin el otro. Pero, entonces, si el
destino del hombre es luchar (y sucumbir) por crear su destino, ¿no deberíamos ser enemigos de esa canción que se rinde a los caprichos del azar? Todo lo contrario: cuando decimos «lo que tenga que ser será», estamos entregándonos incondicionalmente al futuro, le proclamamos que aquí nos tiene, dispuestos, nos lleve adonde nos lleve, incluso aunque sea a nuestro pesar. Hay paz, y sobre todo alegría, en esa entrega previa al combate.
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