El humor hace falta siempre, pero sobre todo cuando vienen mal dadas. Ese es el humor resuelto, audaz, desafiante. Ese es el humor que ilumina ―a uno mismo y a los demás― cuando más se necesita: cuando hay que demostrarle a la vida que, a pesar de los pesares, uno sigue adelante porque cree que vale la pena, o sencillamente porque le da la gana.
Hay que ser obstinado en el humor. Usarlo como escudo al plantarle cara a la fatalidad. Alzarlo como florete para hacerle cosquillas en la nariz a las malas rachas. A veces nos empecinamos en hacernos mala sangre, pero ese es un modo infantil de reclamar. Por otra parte, ¿reclamar qué? ¿Desde cuándo se nos ha garantizado nada? La existencia es una avalancha ciega, sin miramientos y desde luego sin promesas. La existencia, bien mirada, es un circo, y lo mejor que se puede hacer con ella es seguirle la corriente y procurar disfrutar de la función.
El humor que más vale es el que cuesta. «La última carcajada es tuya», cantan los reos en La vida de Bryan. Pone un puente sobre los abismos de acritud. Siempre está de nuestra parte sin estar contra los otros, luego siempre es bueno (el cinismo no es humor). Inventa la alegría contra la pena. Hay que sacarlo de las piedras.

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