Dice el refrán que a quien ha hecho lo que ha podido no
se le puede pedir más. Lo cierto es que siempre se nos puede pedir más, y la
vida lo hace, a veces sin compasión.
Pero, enfrentados al límite, poder afirmar que nos hemos
entregado a fondo, que hemos puesto lo mejor de nuestras fuerzas, a pesar de
que el resultado final haya sido un fracaso, no deja de servirnos de consuelo
en esos momentos en que nos acuclillamos a un lado del camino sintiéndonos insignificantes.
¿Pensarán así los capitanes
cuando se hunden con su barco? ¿Los generales cuando admiten la derrota? Hay
pérdidas en la existencia de una envergadura casi sobrehumana. Las vemos en los
otros con una mezcla de asombro y compasión, suspirando de alivio porque no se
nos haya puesto en ese brete. Pero un día nos toca a nosotros y corremos el
peligro de no sentir más que vergüenza: porque fuimos torpes y cobardes, por
los momentos de vacilación o de pereza.
Es tentador ensañarse con uno mismo,
sobre todo cuando se es orgulloso. Pero si hubo coraje y esfuerzo, hay que hacerlos
valer frente al reproche. La dignidad también pasa por entregarse, cuando se ha
llegado al límite. ¿No se ha rendido todo el mundo, y más de una vez? ¿Vivir no
es sucumbir? Se puede caer en paz, cuando es la hora.
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