Los que no nos quieren tienen razón. No todo en nosotros
es querible, ni podrá serlo para todos. Ni nosotros queremos, tampoco, a todo
el mundo.
Eso no le quita a nadie ―tampoco a nosotros― un ápice de valía. No
nos hace mejores o peores. Solo significa que el cariño es cosa rara, y que cuando
sucede hay que celebrarlo.
El afecto es una magia y una simplificación.
Lo mágico es que no se pliegue al control, que tenga tanto de azar y de
extrañeza; que no responda al mérito ni a la moral, sino a eso que expresivamente
llamamos «química», y que para Spinoza tenía más que ver con el modo como nos
afectan las cosas: amamos las que nos causan alegría ―las que nos llenan de vigor―,
rechazamos las que nos causan tristeza ―las que se nos oponen y nos disminuyen―.
Los que no nos quieren sienten que somos una causa externa de su tristeza, o
que podríamos serlo. Claro que hay quien sabe hacerse querer, pero ni él lo domina
por completo.
¿Por qué considerar el afecto
una simplificación? Porque lo que sentimos es siempre ambiguo, y solo cobra consistencia
cuando optamos por darle una interpretación. Pero ese sentido está lleno de matices
y su alquimia no deja de reformularse: los que no nos quieren podrían querernos
otro día.
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