Para odiar sin grietas hace falta distancia. Aunque solo sea
psicológica: la distancia de procurar no cruzarse, de no hablar, de no aprobar
ni siquiera lo bueno; la de no compartir nada, o de hacerlo maquinalmente.
No
es el amor el ciego: es el odio. Si se llega a ver a alguien no se le puede
odiar del todo: siempre hay algo que honrar, si no admirar; algo que
compadecer, si no amar.
La proximidad de las personas restituye su
humanidad. Corremos el riesgo de entenderlas, de ponernos en su lugar, de vislumbrar
hasta qué punto sus mezquindades son las nuestras, y, como las nuestras, emanan
de la debilidad. ¿Se puede odiar un sueño? ¿Un infortunio? Una sola sonrisa,
por falsa que sea, ya cuestiona el odio; un solo gesto afable ya lo rebate.
El odio pide distancia
porque es frontera. Es un abismo abierto por el que, si nos descuidamos, se nos
caerá una parte de nosotros. No soy un adalid de poner la otra mejilla: hay
quien no merece nuestra querencia, hay quien se ha ganado a pulso nuestra
aversión. No siempre es justo el perdón: ni con el otro, que tiene una deuda
por pagar, ni con nosotros mismos, que tenemos una dignidad que preservar. Sin
embargo, el perdón siempre es bueno: por eso la magnanimidad era una virtud tan
querida por los antiguos.
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