domingo, 9 de agosto de 2020

Hacer y pensar

Nuestra naturaleza es hacer, más que pensar.
Las reflexiones ―incluida esta― saben a artificio, son como puertas en el campo o escaleras en el aire. Las reflexiones son palabras, y la palabra no es la cosa, nos recuerdan los orientales, que lo supieron antes que nosotros.


Tienen la gracia de la interpretación, sin la consistencia de la certidumbre; más de poesía que de experiencia (que es ante todo acción). Eso sugiere su valor y sus limitaciones: no les pidamos que nos ayuden a descubrir, sino, como mucho, a ordenar lo que sabemos y fijar lo que ignoramos; sirven para explorar y estructurar significados, pero no para manejar el mundo. Tal vez nos consuelen, o nos inspiren, o incluso nos convenzan, pero nacen y habitan en la esfera de la abstracción. Si no hacemos nada con ellas no nos transforman, son como una partitura que nadie toca o un drama que nadie representa. Son planos de ciudades de unos dioses ausentes. No nos salvan, y a menudo ni siquiera nos alivian, si no levantamos algo desde ellas, si no las convertimos en intento: solo así se traducen en vida y la fecundan. Los pensamientos, por sí mismos, son más bellos (con suerte) que útiles: hay que enfrentarlos a la vida para que los ponga a prueba, y para eso hay que esforzarse y ensuciarse y aprestarse a ser herido.

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