Se supone que somos un puñado de egoístas, pero, ¡qué frágil, qué inconsistente es nuestro aprecio por nosotros mismos! ¿Quién no necesita confirmar su valía escuchando su reconocimiento en los demás? ¿Quién puede seguir adelante solo, sin palabras de aliento? ¿Cómo atravesar el laberinto sin desfallecer, si no contáramos al menos con el ovillo que nos cedió Ariadna y la perspectiva de encontrarla esperándonos a la salida?
Porque somos como dicen que eran los planetas en su origen: amalgamas fragmentadas de rocas y polvo, que se disgregan a la menor colisión. Solo el amor nos da la fuerza para volver a reunirlas pacientemente, una a una, como artesanos de nuestro ser, y componer con ellas de nuevo la endeble estructura de un planetesimal, un proyecto de planeta que prosperará si es capaz de acaparar, uno a uno, fragmentos prestados de universo. Solo el amor nos alienta cuando dudamos de que sea posible, cuando todo se viene abajo una y otra vez y hay que empezar de nuevo, cuando lo que va saliendo nos parece tan poca cosa y nos inquieta que el esfuerzo esté siendo en vano. ¡Sigue!, nos dice el amor; ¡vale la pena!, nos promete. Y no sabemos si tiene razón, pero lo que importa es que alguien lo cree cuando nosotros dudamos. ¿Cómo nos amaremos si no nos aman?

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