Nos figuramos al emperador Marco Aurelio dándose ánimos en las madrugadas previas a la batalla: sus Meditaciones son esas cartas que se escribía a sí mismo para inspirarse fortaleza y no flaquear en el pulso de los días.
Con la filosofía aspiraba a componer una tierra firme «por encima de placeres y penas».
Afirmaba la voluntad, confiaba en la naturaleza: «Si nada esperas ni evitas… vivirás feliz».
Como Epicuro, confiaba el sosiego a la austeridad: «Morirás pronto y aún no eres sencillo, ni imperturbable».
Se atenía a la seguridad que da el cumplimiento del deber: «Hago lo que debo hacer. Lo demás… no me inquieta».
Quería estar dispuesto a disfrutar los dones sin ansia y a perderlos con gratitud: «Recibe sin orgullo lo conseguido, renuncia sin tristeza a lo perdido», y le decía a la vida que le diera y se llevara lo que quisiera.
Pretendía imitar a su padre adoptivo Antonino Pío en «cómo no humillaba a nadie…, cómo se contentaba con poco…, lo paciente y laborioso que era».
El sabio debe guiarse por su «soberano interior», cumplir el cometido que reconoce como suyo («Vivirá sin huir ni perseguir... Nada que reclamar, nada que esconder»), y se atendrá solo a lo que su voluntad controla, por lo que vivirá satisfecho y ya sin «razón para acusar a los dioses o luchar con los hombres».
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