De vez en cuando la vida se pone seria y conviene arrumbar las ilusiones: tal vez reclamen prioridad otras urgencias, o puede que, sencillamente, debamos admitir que son inoportunas.
Así es como la vida va poniendo en su sitio a nuestros sueños, e, igual que una maestra severa, a nosotros mismos. Así es como nos hace, si no mejores ―porque, siguiendo a Spinoza, la frustración es una tristeza que nos disminuye―, al menos más realistas, más conscientes de lo que está a nuestro alcance y del límite de nuestras esperanzas.
Porque de eso se trata, diría Comte-Sponville: de dejar de esperar, de desesperar. Hay batallas que merecen que se lo entreguemos todo, y otras que, por valiosas que resulten, hay que rechazar si comprometen la serenidad o la salud. Epicuro, y por supuesto los estoicos, nos animarían a renunciar sin demasiada pena a lo que no es imprescindible; y hay muy pocas cosas imprescindibles. A veces hay que hacer limpieza de los trastos viejos, incluso los que amamos; no solo para hacer sitio a lo nuevo: ante todo, para sobrevivir a lo antiguo, si no queremos que acabe por lastrarnos. Un día habrá que despedirse de todo: aprovechemos, como aconseja Séneca, las mermas llevaderas, para ejercitarnos en aquellas otras que aún nos costarán más.
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