Friedrich Nietzsche, retirado en la soledad de las montañas, concibió una humanidad repleta de fuerza y de grandeza, una dicha individual tan rabiosa y valiente que parece fuera de nuestro alcance, reservada solo a unos pocos, a esos superhombres para los que soñaba un glorioso destino emancipado de sometimientos.
Para Nietzsche, vivir es una fuerza ciega, magnífica, absoluta en sí misma, un designio que no cabe sino afrontar con fidelidad y entusiasmo, hasta las últimas consecuencias.
En ese contexto, el dolor es insignificante: hay que arrostrarlo como un precio debido, y luchar, igual que los antiguos guerreros, hasta el final y dispuesto a perecer. O morimos o salimos reforzados: «A los hombres por quienes yo me intereso les deseo sufrimientos, abandono, enfermedad, malos tratos, desprecio…»
Estamos hechos para la vida y hay que afirmarla sin condición, hasta en lo más terrible; lo único que no está permitido son los subterfugios, el resentimiento o las componendas cobardes. La grandeza se gana con esfuerzo, como las cumbres: «Vida voluntaria en el hielo y en las altas montañas».
El hombre sagaz aprovecha las dificultades, aprende «a soportar aquello que no podemos evitar». Nietzsche sucumbió a su proyecto, y esa fue su lección de dignidad y coraje.
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