Mi abuela solía sentenciar que el mundo está loco. Lo repetía negando con la cabeza, incrédula. Sin embargo, creo que no le sorprendía tanto, como si solo estuviera confirmándolo.
Debía pensar que no faltaba mucho para «la fin del mundo», como ella decía, y como había vaticinado su propio abuelo «para el día en que los hombres volaran». Uno viene de estirpe de augures.
Sí, hemos llegado a un mundo que parece en el límite: desquiciado, enfermo, agresivo. Un mundo al revés donde lo que debería hacer mejor nuestra vida más bien la estropea, donde las oportunidades son un campo de minas. ¿O siempre fue así, incluso peor?
Quien reivindique el progreso con optimismo, tiene razón. Nunca se nos dieron tantas oportunidades, ni se protegió tanto el derecho, ni gozamos de tanto bienestar material. Sin embargo, da la impresión de que el mundo está exhausto y enardecido, de que el progreso enmascara un inmenso fraude. Como lamenta Z. Bauman, la vida se nos escurre, líquida, entre las manos. No hay donde agarrarse, y cuando miramos al futuro solo vemos una cascada atronadora presta a engullirnos. «No es eso, no es eso», nos decimos, como Ortega. Pero no se nos ocurre ninguna alternativa: tal vez en esa desazón sin salida resida la fin del mundo.
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