Se diría que la venganza es una estéril manera de ensanchar el daño. Inútil e interminable, puesto que no cesa de engendrar nuevas víctimas y prepara nuevos desquites, prolongando y aumentando los agravios.
La ética guerrera la reconoce aliada del honor y garante del equilibrio cósmico, y por eso Aquiles tuvo que volver a la lucha y matar a Héctor, para vengar la muerte de su amado Patroclo. Pero la moral clásica la repudia, enfatizando su vertiente de debilidad impulsiva, y el cristianismo la condena definitivamente como pecado.
Sin embargo, el resarcimiento cumple sus funciones. Es una compensación simbólica, restaura una cierta equidad en el dolor ―y la equidad es el cimiento de nuestros vínculos―, saldando lo que se percibe como una deuda. La venganza restituye la propia sensación de potencia, de capacidad en medio de los demás, y, aunque no sana, le proporciona alivio a la imaginación.
Todo esto, que nos permite entenderla, también debería hacernos prudentes frente a su poder destructivo. El desquite también rompe algo en nosotros. Tras él pueden agazaparse frustraciones, mezquindades, meras hambres del ego. Nunca nos hace mejores. La compasión y el perdón, aunque a veces parezcan cobardes, son dones de la generosidad, y ellos sí que curan.
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