El brillo de un colectivo, más que en sus grandes obras, se manifiesta en esos pequeños gestos de la convivencia que llamamos urbanidad o civismo.
El civismo es el aprecio del espacio público, de su aspecto y de sus habitantes; es el reconocimiento de que la gente nos importa, y por eso le dedicamos un respeto, que es la primera forma de cariño. Una comunidad que siembra la cultura y los valores, que educa a su gente y se educa a sí misma, entiende el lugar público, por el que todos transitamos y en el que nos encontramos, como un espacio venerable; y esa veneración se aprecia en el aspecto, en la limpieza, en los pequeños adornos, detalles que reservamos para lo que amamos y consideramos propio.
El espacio público, más que una cantera por explotar, es el templo de nuestros dioses más benévolos: los del encuentro y la cooperación, el intercambio y la buena voluntad, esas virtudes que nos hacen seres sociales y asociados. El espacio público es nuestra casa, más que eso: una extensión del hogar que abraza a todos. Ensuciarlo o deteriorarlo denota lo poco que nos queremos: la urbanidad bien entendida empieza por uno mismo. Los trabajos del amor se complacen en los detalles ínfimos, guaridas favoritas de la alegría: el civismo es la alegría cotidiana de lo común.
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