Quizás haya quien no merece nuestra sonrisa ―¿ni siquiera por dignidad humana?―, pero, incluso si fuese así, puede que al menos la mereciéramos nosotros. Porque la sonrisa ―el comentario amable, la trivialidad conciliadora― no es un regalo únicamente para quien la recibe: tal vez lo sea aún más para quien la da.
Ofrecer sonrisas, cuando son comedidas y no nos exponen a ser considerados estúpidos o pusilánimes, es una muestra de buena voluntad. Es, de hecho, una señal de fuerza: la fuerza interior que nos permite exponernos con prudencia pero sin miedo; la fuerza de la convicción por encima de la resistencia temerosa de la prevención. Se muestra confiado: inspira confianza. Quien sonríe no solo se abre al mundo: se proyecta en él, se empeña en hacerlo más llevadero para todos, o sea para sí mismo. Quien sonríe suele cosechar sonrisas, que tanto reconfortan, y aun si se le niegan tiene la satisfacción de haberse sonreído a sí mismo.
Ante la duda, mejor sonreír. Una sonrisa puede arreglar un mal día. Es un pequeño regalo de afable predisposición. Trae aromas de abrazos y dulzuras, resonancias de un mundo lleno de posibles amigos que, incluso no estando a nuestro favor, tampoco está contra nosotros. Facilitémonos la vida mutuamente.
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