martes, 9 de febrero de 2021

Desgracia ajena

La desgracia ajena tiene siempre algo de angustiante, incluso cuando es merecida.
El hecho de que pueda servirnos de catarsis hace su justicia sospechosa: la única justicia que vale es la que se rige con ecuanimidad, es decir, sin pasión, quizá incluso con lástima (ya que en un universo justo no haría falta la justicia, y que la necesitemos tanto prueba cuán enemigos somos, hasta qué punto escasea la inocencia).


La represalia no es justicia, sino un resarcimiento narcisista, y a veces mero instinto sádico o veleidad de oportunismo. 

Ojalá pudiéramos ahorrarle al reo el sufrimiento de su condena: eso sí que sería una redención, también para sus víctimas. Es más: ojalá pudiéramos evitar desearle ese dolor, sobre todo cuando nos lo ha infligido previamente. Ojalá pudiéramos llevar la misericordia hasta el final, y perdonar siempre. Lo arduo del perdón es prueba de cuánto nos falta para ser buenos. Y, sin embargo, a veces perdonamos; a veces somos capaces de conmovernos con el dolor de los condenados, y en ese milagro reside la esperanza de la ética. 

Ya que no siempre podemos perdonar, al menos contemplemos con pena el suplicio de los ajusticiados. El dolor que los empujó a hacer daño y el que pagan por haberlo hecho. Todos somos reos y verdugos.

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