Los sofistas acertaron en que no basta con saber: debe notarse. Como asentó Plutarco, la mujer del César, además de ser honrada, debe parecerlo. ¿Y no será parecerlo lo que cuenta?
Al fin y al cabo, la apariencia precede a menudo a la verdad. La incertidumbre es tan vasta que el conocimiento, a su lado, parece tan rudimentario como un hacha de piedra.
Hablas bien, eres imaginativo, entusiasmas, convences… Te pareces tanto a un sabio que tal vez lo seas. Era lo que buscaban los sofistas: saber práctico del liderazgo y del triunfo social que, mientras los simula, los crea. ¿Entonces, la verdad? Siempre ante todo, pero no cualquiera: mejor si está al servicio del hombre y de su alegría, si es la que hace nuestra vida mejor. ¿Y para qué una vida mejor? Para hacer mejor la vida de los que amamos. ¿No se resume ahí todo lo que le hace falta a la verdad? Sabiduría por amor, sabiduría del amor. Porque el amor siempre es verdad, o hace que cualquier otra verdad resulte secundaria.
Los psicólogos, como los predicadores, suelen ser magos de la palabra. ¿Saben, o aparentan saber? ¿Hay diferencia, si nos ayudan? Sí: no hay que quedar atrapado en su brillante retórica, sino insistir en la libertad y el coraje de construir la nuestra.
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