Hay que guardarse de la conjura de los necios. Porque su crueldad, como todo lo irracional, no tiene fin. El estúpido no dudará en llevarse por delante todo lo valioso, con tal de sentir un amago de ese poder que no posee, que sabe que jamás alcanzará por sí mismo.
Pisotea las flores que es incapaz de plantar, porque eso le hace sentir su minuto de gloria, la superioridad robada a una grandeza que no puede hacer suya.
En Ricardo III, Shakespeare nos recuerda hasta qué exceso puede ser destructivo aquel que no puede crear; hasta qué punto el resentimiento del infeliz le impulsará a devastar el mundo para que todos lo sean. Triste podio el que necesita alzarse sobre ruinas. El resentido sufre, y hay que compadecerle. Pero también hay que ponerse a salvo de su falta de compasión.
«Cuando en el mundo aparece un verdadero genio ―escribió Jonathan Swift―, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él». No hace falta ser genio: basta con no ser necio. Basta con intentar levantar algo de valor, porque ese valor delata inexorablemente el que les falta a otros. Los cretinos tienen el poder de su menosprecio, y por eso hay que cuidarse de ellos. Pero que la prudencia no nos detenga: destruir o crear, a eso se reduce el dilema.
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