En definitiva, el valor de cada elección se remite a la fidelidad a nosotros mismos: si haremos o no de ese nuevo paso un acto de autenticidad, una realización de lo que en lo más hondo sabemos que debemos o queremos ser.
Incluso en la duda, uno puede resultar auténtico o falso. Tal vez la libertad consista, en última instancia, en optar por la verdad o decantarse por la mentira.
«Llegué a la edad adulta aprendiendo a separar mis sentimientos de mis actos», medita el protagonista de la película Atando cabos. En esa traición a lo auténtico, en ese divorcio entre lo que uno hace y lo que uno sabe que debería hacer, reside una clave de la infelicidad. Una existencia plena es la que en cada dilema, o al menos en los decisivos, elige permanecer fiel a sí misma.
Elegir implica tener una noción clara de qué es importante y qué es secundario. «Y lo secundario que se lo lleve el viento», concluye el viejo Straight en Una historia verdadera. A menudo perdemos el tiempo y las fuerzas en luchas falsas: por pereza, capricho, testarudez, miedo, ignorancia... En muchas de esas luchas se da una elusión más o menos consciente a la aspiración genuina, la que nos requeriría coraje o esfuerzo. Hay que mantener la noción del verdadero peso de las cosas, para que el viento se lleve lo que le pertenece.
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