Si eres como yo, sabrás perfectamente lo productivo que es invertir un rato en planificar la actividad; entenderás que, lejos de comportar una pérdida de tiempo, ayuda a aprovecharlo mejor. Lástima que luego no lo cumplas.
Empezarás sin prólogo a enredarte en las cosas, casi siempre las menos urgentes; creerás, de un modo absurdamente iluso, que hay tiempo para todo; encontrarás mil excusas para dar vueltas o quedarte pasmado mirando por la ventana; te distraerás en detalles triviales o en asuntos imprevistos; maldecirás el tiempo que ha pasado demasiado deprisa, como si él tuviera la culpa, como si no lo supieras de antemano; y acabarás llegando tarde, durmiendo poco, zanjando el asunto por los pelos y a última hora.
¿Por qué somos así? Las ventajas de planificar resultan obvias: no solo por eficacia, también porque el orden y la previsión reducen la incertidumbre y hacen la vida más tranquila. Lo sabemos bien, pero, ¡qué difícil se nos hace aplicarlo! Esa inversión previa de un tiempo para organizarnos se nos aparece como más ardua que las propias tareas. ¿Nos queda el incentivo demasiado lejos, o se trata de un modo simbólico de rebelarnos contra ellas? ¿Seremos simplemente perezosos, o tercamente estúpidos?
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