Acertaban los estoicos al priorizar la paz interior. Tal vez haya cosas más importantes, pero ninguna de ellas tendrá valor para un ánimo desasosegado.
Algunas personas cuentan con una serenidad natural bastante firme. Entre ellas, hay quien la gana con la mera ignorancia. Cerrar los ojos, si no hace feliz, al menos mantiene a raya la angustia: no se sabe, no se quiere saber, y si algo sabemos nos resulta indiferente. Ese camino de redención está vedado a quien ya supo demasiado, a quien se halla demasiado herido para la indiferencia. El árbol de la ciencia: Andrés Hurtado, el protagonista de la novela de Baroja, lidia con ambos bretes, no puede evitar saber ni tampoco ser lacerado por lo que sabe. Muy mala suerte, si uno se queda ahí.
Ni Andrés ni nosotros podemos ya cerrar los ojos: el único remedio es saber más, seguir sabiendo sin tregua, y a la vez inventar el coraje necesario para afrontarlo. Es un camino incierto y arduo, y siempre condenado a la fragilidad: el conocimiento puede errar, el valor puede faltar, la fortaleza puede fallar. Nada nos garantiza que, igual que Hurtado, no acabaremos sucumbiendo. Pero, por poco que uno aguante, hay que seguir: el peligro más grande es detenerse. La locura que persiste, dijo Blake, podría hacernos sabios.
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