Es fácil reclamar. Se nos da bien exigir al otro lo que primero deberíamos requerirnos a nosotros mismos. Cada vez veo más gente que delega sus deberes, que declara a los otros artífices de sus carencias. Se supone que alguien, ahí fuera, debería resolvérnoslo todo, alguien nos debería ahorrar el esfuerzo mismo de vivir.
En nuestro mundo cada día más abigarrado, a menudo lo esperamos todo de fuera, porque es más fácil protestar que revisar el modo de encarar las dificultades. Ese es nuestro sueño: una vida tutorizada y resuelta. Pero nunca lo está, y lo único que conseguimos con nuestro pataleo es hacerla más ardua y más amarga.
Queremos ser padres sin tener que pagar el precio que ello implica en desvelos. Si nuestro hijo tiene problemas de convivencia en la escuela, tal vez deberíamos enseñarle a resolverlos, en lugar de amenazar a sus maestros con lo que haremos si no los resuelven ellos. Si nuestra hija se queja de no sentirse lo bastante mimada por su maestra, tal vez deberíamos preguntarnos si le estamos dedicando la atención que precisaría de nosotros. Si suspende un examen, tal vez deberíamos ponernos a estudiar con ella, en lugar de rebatir la nota. Al asumir nuestra responsabilidad, enseñamos a nuestros hijos la suya. Antes de reclamar, intentar.
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