Ya no estamos acostumbrados a sufrir. El sueño consumista, al instruirnos en la facilidad, nos hace inevitablemente más flojos y caprichosos. Es como si no acabáramos de hacernos adultos.
¿Y qué es ser adulto? Mirar a la cara a la realidad y comprender que no se acomodará a nosotros; aceptar que no hay garantía, que no se nos debe nada, que a menudo toca perder; asumir la propia responsabilidad y trabajar por los deseos, pues nadie lo hará por nosotros. Y sufrir. No porque amemos el sufrimiento, sino porque es el precio de desear ―puesto que no siempre los deseos se cumplen― y hacer ―conseguir las cosas cuesta―. Vivir es perder, o sea un dolor, pero también está el dolor de ganar, pues siempre se gana contra la vida, o a pesar de ella.
¿Un asco de vida, pues? Al contrario. Lo que nos da sentido es la dificultad, lo que confiere valor a las cosas es que cuesten. El placer brilla porque lo disfrutamos entre dolor y dolor. No amamos el sufrimiento, pero nos atenemos a él. Nuestro sueño de eliminarlo por completo no solo es iluso: es ante todo debilitador. Nos aleja de la fuerza y nos reduce al lamento, a la pataleta, a la impotencia. No hace falta llevar una vida espartana, pero conviene entrenarse en los pequeños inconvenientes para cuando lleguen los grandes.
Mi hija me comentaba que su mejor día de la semana es el viernes, y el peor el lunes. Y le pregunté: ¿y el sabado y domingo? su contestación fue: están bien, pero el mejor es el viernes.
ResponderEliminarcoincido con montaigne: "no nos gustan las cosas demasiado puras".
Coincido con su hija: nada puede compararse con ese momento del viernes en que salimos del trabajo y parece que nos queda por delante una libertad larga, larga...
ResponderEliminarAsí somos: la expectativa tiene más poder que la realidad, porque en la primera caben todos los sueños y aún no nos pide nada...
Un cordial saludo.