La mayor parte del lenguaje es fático, o sea, de relleno. Incluso cuando no lo es: también las conversaciones «profundas» sirven para llenar tiempo y acortar distancia. ¿Nos extrañaremos?
Nos dirigimos al otro para estar juntos, para no sentirnos solos, para reafirmar los lazos tribales con esos camaradas desconocidos que son los vecinos y los compañeros de trabajo; incluso con la familia, esa enigmática comunidad de sangre. Para sentirnos gente, necesitamos sentirnos parte de la gente. Un «Buenos días», un «¿Cómo estás?», permiten que suspendamos el crudo anonimato y notemos la cálida brisa del reconocimiento y la complicidad.
Bastan unas pocas palabras, y no hace falta que quieran significar nada. Palabras de lábil semántica pero poderosa función, palabras ritualizadas que nos ayudan a coexistir. No importa si hablamos del tiempo, de fútbol o de compras; no importa si contamos el último chisme o la reciente desgracia. Por unos instantes, nos hemos visto, nos hemos dedicado atención y buenas intenciones. Hemos estado presentes y hemos hecho presente al otro, celebrando que no es nuestro enemigo aunque podría serlo, que no nos ignora del todo aunque seamos tan poco importantes en su vida. Las palabras huecas son a menudo las más apremiantes.
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