El juego de los sexos nos divierte y rellena los intersticios en los grupos. Una cena de viejos compañeros de trabajo, una copa con un grupo de conocidos más bien desconocidos…: hay ocasiones en las que urge encontrar tema con el que adornar la compañía y entretenerse.
Incluso criticar a ausentes acaba por aburrir. Juguetear con picardías suele dar más cancha, y puede poner sal en una velada que amenaza aplastarnos bajo su monotonía. Luego todo el mundo se va con buen sabor de boca: algunos se han divertido con el ingenio propio o ajeno, otros han apaciguado ansias frustradas entre la fantasía y sutiles roces, tal vez haya un par que sigan la aventura de madrugada.
Ojalá hubiese entendido antes la gracia de este juego, su alegría y su inocencia, su danza de evocaciones y tanteos. Ojalá hubiese tenido más sentido del humor y más naturalidad. De joven he sido demasiado rígido, literal en exceso. La mayoría de las insinuaciones son solo una comedia, un acuerdo tácito para jugar y para reír. A veces llegan a más, pero solo si uno empieza con humor y sutileza. A estas alturas, cuando ya me he retirado de la danza de los sexos, soy capaz de verla con simpatía, incluso cuando me aburre. Y en alguna ocasión hasta noto revolverse el gusanillo del deseo.
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