A mí ir de compras suele ponerme de mal humor. En cambio, reconozco que regresar a casa con el carrito lleno o con un montón de bolsas me da no sé qué gusto, me siento colmado como si acabara de comer.
¿De dónde sale el placer de llegar cargado de provisiones o chucherías? Quizá de ese largo pasado en el que nuestros ancestros regresaban al poblado triunfantes, con la caza al hombro. Una caza exitosa merecía una buena fiesta, o sea comilona, al amor del fuego. Y hasta no hace mucho las comunidades rurales aún celebraban el don divino de una cosecha fructífera. ¿Cómo no entenderlo? No siempre se tenía esa suerte, y lo que estaba en juego era la propia supervivencia. Una buena cosecha significaba vivir un año más.
Tiene que haber en nosotros, grabada a fuego, una alegría por la abundancia, y una alarma ante la escasez. La nevera vacía me resulta inquietante: para mí, por fortuna, ya no implica la amenaza del hambre, pero para mis abuelos aún lo era. Por extensión, cualquier objeto constituye un tesoro que se añade a nuestras pertenencias. Más allá de la necesidad, la posesión satisface el deseo, y los comerciantes lo explotan exaltando la felicidad del consumo. Lástima que el reverso del consumismo sea la insatisfacción permanente.
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