domingo, 27 de febrero de 2022

Guerra

Ahí la tenemos de nuevo, asomando su inmunda calavera.
Si nos sorprende es solo porque no habíamos prestado atención, parapetados tras la ilusión de estabilidad. Nunca amainó del todo, pero las bombas caían lejos, y no sabíamos el nombre de las víctimas. La paz seguía atravesada por daños y crueldades. Eso no le quita gravedad, solo avisa que había empezado antes.


El espanto de la guerra es absoluto: tenemos que asustarnos, indignarnos, sobrecogernos. Muchas cosas buenas se perderán, la vida la primera. Habrá casas en ruinas, ilusiones truncadas. Los supervivientes quedarán más pobres. Pero entre el vocerío que se levanta al tronar los cañones, hay simplezas en las que no podemos caer. La primera es que no tenemos remedio: no es cierto, yo no he provocado esta guerra ni he sido su cómplice; a lo sumo, mi cobardía me ha hecho pusilánime y sumiso; pero, gane quien gane, yo pierdo. Si alguien no tiene remedio, son los poderosos. 

¿Bandos buenos y malos? Voracidades enfrentadas, capitales que compiten por la hegemonía. Difícil distinguir cuál es peor. La gente de a pie somos su carnaza y, como siempre, pagaremos sus destrozos. Nos queda desmarcarnos y gritar que se replieguen los ejércitos. Las víctimas inocentes son el único, innumerable bando bueno; sin más victoria que la guerra termine.

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