Rudimentaria o elaborada, más o menos consciente, todos tenemos una ética. Hemos de elegir constantemente y deprisa, y por eso precisamos de criterios que guíen y agilicen esas decisiones.
Todos nos orientamos a partir de una cierta noción de lo que es bueno y lo que es malo, lo que hará la vida mejor o peor, lo que nos vincula a los otros y lo que nos separa de ellos.
Por personales que consideremos nuestros principios, la mayor parte proceden de los demás: del contexto cultural, de lo que nos inculcaron nuestros educadores, de las presiones del grupo. Ese vasto legado de la sociabilidad delinea las líneas generales que rigen nuestras convicciones, nuestro modo de estar en el mundo. A partir de ahí cada cual pule el perfil de sus propios criterios, a veces atizado por contradicciones.
El grupo cultural o religioso, la clase social, son hasta cierto punto compartimentos estancos de principios, diversos y conflictivos. La identidad, pues, condiciona también la ética: los grupos transmiten racimos de axiomas, que a menudo integramos en bloque y sin cuestionar. La persona consecuente examinará también esas opiniones y procurará posicionarse ante ellas. Ética y libertad tienen sus propias citas, y esa dialéctica las hace a ambas más arduas y más interesantes.
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