Hay quien no nos ama, ni nos amará. Decimos admitirlo, pero, ¡cómo nos resistimos! Por orgullo, pero sobre todo por sentirnos cuestionados, nos vamos fácilmente a los extremos: o nos convencemos de que se trata de alguien mezquino y odioso (¡cómo no ha sido capaz de ver lo que valgo!), o nos obcecamos en ganar su afecto (tengo que hacerme ver). En el primer caso, ganamos un enemigo; en el segundo, a menudo, también.
Más arduo, pero más sensato, es admitir los hechos y atenernos a ellos. ¿Por qué habría de querernos todo el mundo? ¿No es esa una expectativa infantil? El no despertar afecto en alguien habla tanto de él como de nosotros, pero, ¿sabemos lo bastante del otro para sacar consecuencias? ¿Sabemos lo bastante de nosotros mismos como para concluir las implicaciones de un cariño o de un despecho? ¿No hay, en el laberinto de las relaciones, un margen de causas y azares que no controlamos y que les da ese sabor fuerte de lo imprevisible?
Schopenhauer decía que quien nos elige o nos rechaza no es la persona, sino la fuerza de la vida. Ahora la llamaríamos genes. Haya lo que haya detrás, ¿por qué no empezamos por querer y por dejarnos querer? ¿Por qué no disfrutar del juego, en lugar de ponernos estupendos? Y luego que la vida decida.
No hay nada más voluble que los sentimientos y emociones; como el amor. En tema de emociones, como el amor y odio, nunca hay nada definitivo. Pero ciertamente, lograr ser amado es un arte. Y Ovidio sabía mucho
ResponderEliminarVoluble, en efecto. Por eso tenemos que acostumbrarnos a cosechar naufragios y decepciones. ¿Es posible acostumbrarse a eso? Los estoicos dirían que no dependamos de nada que no podamos controlar. A mí esa pretensión siempre me ha parecido excesiva y contradictoria: si hay algo que se resiste al control es precisamente el amor. Amamos porque ansiamos depender (y que dependan de nosotros: ahí están nuestros hijos). Conclusión, como dijo alguien, si aspiras a amar o a ser amado, prepárate a sufrir.
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