La familia es el caldo primigenio, turbio y nutricio, necesario para empezar, pero que hay que dejar atrás al crecer.
Solo al salir al mundo conquistamos la capacidad de inventarnos, libres de las sogas que nos amarraban para protegernos y que, a fuerza de querernos, jamás nos soltarían. Todos tuvimos que dejar atrás los puertos de la infancia para conquistar el mar, y por eso nos cuesta revisitar el hogar y sus fantasmas.
La familia, que parió el futuro, siempre tira de él hacia atrás. El viejo reino se resiste a las nuevas aventuras, y en la familia suelen esperarnos, intactos, esas historias y rituales en los que ya no nos reconocemos. No es fácil abrir el arcón de lo viejo mientras no está del todo muerto. Tal vez ya nos sintamos capaces de mirarlo, incluso, con una lágrima de nostalgia. Pero cuando el pasado resurge convocado por las tercas costumbres, cuando evoca su mohoso imperio violentando nuestra libertad, puede que remueva, en el lodo del ánimo, torbellinos que reavivan lo que dormía: las querellas, los rencores, las trampas y los sometimientos de esos niños que fuimos y se nos obliga a ser de nuevo. Nos tentará, seguramente, reparar ahora tantos trastos que quedaron rotos en el desván, pero no suelen tener remedio. Quizá sea hora de volver a soltar amarras.
Como todo lo importante en la vida, también la familia está hecha de profundos contrastes y claroscuros. Todo lo poderoso e influyente sobre la tierra se eleva sobre profundas contradicciones.
ResponderEliminarEsa ambivalencia no deja de asombrarme. En ella se sustenta, sin duda, el meollo de nuestra estabilidad personal, pero también nuestros más nocivos fantasmas. El ejército de los psicólogos (entre otros, como los educadores) brega diariamente con las improntas y las dinámicas de la familia: su éxito es escandalosamente limitado. Aún lo ignoramos casi todo de este asunto.
EliminarCompletamente de acuerdo
ResponderEliminar