Aceptamos con gusto los halagos, aunque les opongamos tímidas reticencias ―«bueno, en realidad no es para tanto»… «Conste que tuve mucha suerte…»―, casi siempre más para evitar la envidia que por verdadera modestia. Sin embargo, todo nuestro ser tiende a ponerse en guardia contra los que no nos dan la razón, por mucho que lo disimulemos.
¿Cómo no comprenderlo? Nos jugamos mucho en el criterio de los demás. Primero, nuestro estatus, el lugar que se nos atribuye dentro de la tribu, y que repercute en nuestra adaptación y en la calidad de nuestras relaciones. Pero además, y no menos importante, está en juego la autoestima, ese tribunal interior que nos hace más o menos amigos de nosotros mismos.
Así que preferimos a quien nos valora y nos hace sentir valiosos. Anteponemos a quien nos da la razón y no nos lleva la contraria, sobre todo cuando le invitamos a hacerlo ―«tú dime siempre lo que piensas»―. Despreciamos la mentira, pero, cuando se trata de nuestro prestigio, preferimos la complicidad a la sinceridad. No es extraño que nos rodeemos de personas que piensan como nosotros y que nos hablan bien de nosotros. Nos encanta que nos digan lo que queremos oír.
Es como querer jugar a juegos sólo con gente que nos deja ganar. Al principio sube el ego pero al final aburre y te vuelves tonto.
ResponderEliminarEsto me recuerda aquello que decía Alan Watts: "la vida es un juego cuya única regla es: esto no es ningún juego".
EliminarSiempre me ha gustado la metafora "la vida como juego". pero entiendo que hay vidas y vidas
ResponderEliminar