miércoles, 24 de mayo de 2023

El hogar primigenio

Hubo un año de obligado retiro en que dispuse de tiempo
para hacer una o dos excursiones semanales. Esos paseos solitarios eran mis momentos de mayor felicidad.


La emoción de explorar nuevas rutas, el silencio reparador, la serenidad envolvente de las florestas, la pureza de los parajes recoletos, la fascinación de las amplitudes, el misterio de las umbrías… Yo iba por los caminos cantando, anotando poemas, deteniéndome en el hechizo de una flor o en el asombro de una perspectiva. El cuerpo se calaba de energía con las largas caminatas, y el ánimo se solazaba en esa mezcla de extraño y familiar que nos inspira la naturaleza. Mi fusión con ella era lo más parecido a lo místico que he vislumbrado: un asomo al corazón del mundo, que en la montaña me recibía como una patria atávica y bondadosa. 

En la naturaleza he sido el vagabundo que siempre me supe, y en ningún lugar me he sentido más cerca del consuelo y del hogar. Sin embargo, de un tiempo a esta parte ya no frecuento apenas mis viejos caminos salvajes. Me he vuelto perezoso, me fatigo deprisa: el cuerpo ya no responde como entonces. El trabajo desborda la agenda y estoy demasiado inquieto para entregarme a la despreocupada presencia. ¿Me resignaré al exilio, o intentaré aún regresar al hogar primigenio? 

3 comentarios:

  1. Me ocurre lo mismo con mis paseos naturalistas. Cada vez me cuesta más. Sobre todo ponerme en marcha.
    Procuro no fustigarme, dejarme llevar, pero poniendo coto a la pereza. Le entrego su espacio, también tiene derecho. Ya que está, mejor llevarme bien con ella. Así, parece molestarme menos.

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    1. Bonito recurso ese de dialogar con la pereza, como dices, "ya que está". Sin duda, también forma parte de nosotros y habla de nuestras necesidades: el descanso, la despreocupación, la indolencia... No sé si tiene derechos, pero hubo quien habló del "derecho a la pereza", denunciando ese maltrato productivista al que nos sometemos con el afán de hacer y hacer...
      Lo que pasa con la pereza -ya la conocemos bien- es que tiende a extenderse como un manto viscoso, y abotarga a nuestra de por sí frágil voluntad. Solo digo esto: en ese diálogo amistoso con ella -que suscribo-, procuremos al menos que no se adueñe del terreno y no acabe mandando ella. Perecita, perecita, adorméceme un rato en tus brazos, pero no te cuelgues de los míos.

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  2. Exacto. Aceptarla y vivirla, pero acotarla en el tiempo.

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