Parece razonable que los demás se enojen con nosotros de vez en cuando. ¿Por qué recriminárselo, poniéndonos a la defensiva? Tal vez lo merezcamos. Y, aun no mereciéndolo, ser objeto de enfado siempre nos recuerda que somos importantes para alguien. .
Ya que está, escuchemos su mensaje: puede que nos explique algo nuevo de nosotros, y seguro que nos permitirá conocer un poco más al otro: el enfado es ante todo cosa suya. Una sonrisa puede mentir, un ceño fruncido casi nunca. Las pasiones, también las fastidiosas, son siempre más reveladoras que la meticulosa cortesía; su repentino descontrol trasluce una rara transparencia. Las pasiones son el alma en carne viva, y el dolor que desvelan merece respeto. Un dolor que no es nuestro, pero que nos concierne sin remedio. Podemos prestarle la debida atención sin pretender curarlo: la mayoría de la gente no necesita de nosotros más que afecto y reconocimiento.
Y si hicimos daño, pedir perdón es una sana gimnasia para nuestro ego y una muestra de generosidad con el del otro. La culpabilidad nos debilita, pero la empatía nos honra. Logremos o no la reconciliación (a veces se rompen cosas irreparables), siempre nos quedará el baluarte de la dignidad.
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