Un ardid habitual en los intercambios sociales es encubrir determinadas emociones e intenciones con otras de apariencia más aceptable.
Así sucede cuando la rabia se hace pasar por tristeza. Una persona iracunda nos pone a la defensiva; en cambio, una persona dolida, en especial si despliega un buen aparato de lágrimas e hipidos, inspira pena y mueve al consuelo.
Lamentablemente, muchas lágrimas vienen envenenadas, como las de los dioses caídos, y llevan un ácido que corroe allá donde toca. Conocí a una virtuosa de las lágrimas envenenadas, tan eficaz en el papel que sus lamentos empezaban por convencerla a sí misma: con ellos componía la gravedad precisa para justificar las conspiraciones que iba tramando entre lloriqueos. A veces la maldad requiere inventar causas, y la emoción es diestra en desplegar sus escenarios. Esa mujer era una distinguida ingeniera de justificaciones: cuanto más terrible parece una ofensa, más avalados nos sentimos en nuestra animosidad.
Hay que ser cauto con los dramatismos (empezando por los propios): su misma desproporción debería prevenirnos de lo que puedan tener de tramposo. Freud consideraba el sentimentalismo una «brutalidad reprimida». Reserva y compasión para las lágrimas envenenadas: también contaminan por dentro.
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