sábado, 31 de agosto de 2024

Fragilidades del Yo

El Yo es una arquitectura delicada. Está construido a contrapelo del mundo,
que le es ajeno y le opone resistencia. Levantado sobre el terreno movedizo de la duda, puesto que nada lo confirma.   


El Yo, que se siente tan real, nota su olor a sueño, a huidiza metáfora; por eso vive aterrorizado, luchando angustiosamente por afirmarse y sufriendo cada vez que algo lo cuestiona. 

En una huida hacia delante, el Yo intenta encontrar subterfugios para apuntalarse. Pide que los demás lo reconozcan con su mirada. Reclama ser elogiado, pero prefiere el odio al menosprecio, y le sobrecoge, más que otra cosa, la indiferencia. Anhela reafirmarse en los encuentros y en los logros. Querrá acaparar la atención a toda costa, atrapar la complicidad aunque ficticia. 

Solo el amor alivia esa ansia desesperada. El amor trae el florecimiento definitivo del Yo y, por consiguiente, su disolución. No hay mayor epifanía del Yo que ser amado, ni lo invocamos menos que cuando amamos. El amor es la llegada, y por eso lo añoramos y lo perseguimos, y nos consterna su ausencia. No porque en él dejemos de sufrir, sino porque solo en su dolor saboreamos la textura del hogar y del sentido. 

Los budistas procuran suprimir el Yo y sus esperanzas. Nosotros, ya que no somos capaces de llegar tan lejos, podemos intentar amarlo y ganarle amor. 

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