sábado, 21 de septiembre de 2024

Fuego purificador

Siempre supimos que las llamas son sagradas. Nuestros ancestros se fueron haciendo humanos alrededor de una hoguera,
rendidos al don del fuego y temerosos de su poder. La fogata les unía, les enseñaba a compartir, imponía la complicidad del círculo que acababa por forjar la tribu. 

El fuego es el espíritu que crea destruyendo, cruel y fundador, como la danza de Shiva. Invita a la celebración de la vida, que se le arrima en las noches frías y siente su abrazo protector frente a las tinieblas. Consuma la muerte, desmenuzando los restos de lo que fue cuerpo y dispersándolos al viento. Los cadáveres de los guerreros antiguos se alejaban por el mar entre llamas, adentrándose así en la eternidad. 

Ese es el efecto más aparente del fuego: la purificación. Purificar es desprenderse de lo viejo y deteriorado para que quede la esencia, o para que crezca lo nuevo. Se quiere quemar lo malo, pero a veces es la maldad la que abrasa lo bueno en la hoguera de su poder infame. La torpeza juega con la lumbre, olvidando que, una vez desatada, solo atiende a su propia avidez. 

Seamos, pues, cautos con el fuego. Celebrémoslo con la prudencia que reservamos a todo lo sagrado. Que su llama nos sirva de luminaria, y no como arma arrojadiza. Que caldee sin calcinar. 

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