Simplificar es un don que admiro tanto como me falta. Tiendo más bien a ver las cosas complicadas de antemano, lo cual es una manera de hacerlas más difíciles.
Al exagerar en expectativa el esfuerzo que requerirán, cuesta el doble emprenderlas; y luego sigue costando más llevarlas a cabo, pues la idea de dificultad es un entorpecimiento en sí misma, y a menudo la creencia esculpe la realidad. El perfeccionismo y la falta de ideas claras o disciplina hacen el resto.
No es solo culpa mía: lo humano se caracteriza por adornar con complejidades crecientes la simplicidad de la naturaleza. Insistir en lo mejor nos lleva a dar pasos de más. Es verdad que hay personas que tienen el don de la sencillez, o lo conquistan: bienaventurados.
Pero a veces también sucede que las cosas son complejas por sí mismas, y hay que remar contra viento y marea. Entonces necesitamos apelar al coraje. La determinación es la virtud que nos hace sobreponernos a lo fácil cuando no alcanza o nos traiciona. El miedo nos alerta de que no estamos seguros; el tesón se alza sobre esa reticencia y la trasciende, fundando una nueva potencialidad: la de la obstinación, la de la entereza, la del que no se rinde y elige perseverar. Entre la complejidad y la renuncia se interpone el coraje, que es el último aliado de la voluntad.
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