La vida cotidiana nos enrola en un amasijo de tareas. Es el precio que hemos de pagar por nuestra sofisticada coexistencia social.
También por la gran cantidad de actividades, obligaciones y metas en que nos comprometen nuestros deseos; aspirar siempre a más implica atender siempre a mucho más. Cada nueva aspiración plantea su propio rosario de disciplinas; cada nuevo objeto que adquirimos solicita una parte de nuestro tiempo y nuestra atención. Como dice el refrán: Aprópiate solo de aquello que puedas cuidar.
Cada deseo, cada proyecto, promulgan un sinfín de nuevos deberes, algunos de ellos imprevisibles, puesto que cada uno conduce a otros. Lo que poseemos nos posee; lo que elegimos nos reclama: «Eres responsable de tu rosa», le avisa el zorro al Principito. Por eso hay que elegir bien aquello a lo que queremos entregar nuestro tiempo y nuestro esfuerzo. Ortega ya nos avisaba que cada cual debe encontrar su tarea en el mundo, esa en la que se despliega a sí mismo. Porque aquello en lo que nos volcamos nos define: cabe concluir que delimitamos nuestra identidad a través de las tareas que escogemos, más bien que a la inversa.
¿Lamentaremos el quehacer que comporta aquello que elegimos? Le debemos que nos ofrezca un motivo por el que vivir. ¿No es el amor la más ardua tarea?
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