La esperanza, sostenía Spinoza, es una tristeza, pues delega la alegría al futuro, ese territorio vago e incierto. Sin embargo, a menudo no tenemos otra cosa para superar los días tristes.
Esperar no nos dará la felicidad, pero quizá nos ayude a soportar su ausencia; y a veces eso es todo lo que tenemos.
Por supuesto que la especulación es una farsa; y el futuro, una quimera. No cabe duda de que la única felicidad palpable está en lo que tenemos. Lo sabemos desde Buda. Pero no somos sabios ni iluminados; somos seres enredados en la amarga turbulencia del deseo. A menudo nos sentimos hundidos en la carencia y en la miseria, y entonces de lo que se trata es de mantenerse a flote. ¿Cómo soportar la noche, cuando se alarga, cuando hace frío, sin la promesa del amanecer?
Ojalá pudiéramos, como quería Buda y prometió Spinoza, librarnos de todo sufrimiento. Pero lo cierto es que sufrimos, y entonces nos urge, al menos, hacerlo con sentido. La esperanza lo inventa. No nos brinda una meta de llegada, un lugar donde hagamos pie y podamos sentirnos completos; pero sí que marca un punto de partida y provee de una brújula para el viaje. Queremos vivir, pero a veces se trata de sobrevivir. La esperanza es una pálida luz en el horizonte que guía en la noche a los desesperados.
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