La arrogancia molesta como un perfume rancio, pero tiene el brillo de la espontaneidad. El arrogante se limita a celebrarse sin cortapisas, y delega en los demás el trabajo de soportarlo.
A la larga, si no resulta demasiado ilusa, la arrogancia acaba tolerándose con un punto de simpatía. A fin de cuentas, se exhibe como amago de fortaleza, y en ese pulso de poder que es la interacción social el fuerte siempre despierta admiración.
En cambio, la falta de autoestima, la reticencia y la inseguridad, incomodan a todo el mundo. Para querer a quien no se quiere hay que hacerlo a su pesar, salvándolo de sí mismo, inventando una valía a la que se resiste. Ese fastidioso esfuerzo acaba urdiendo una conspiración entre el propio descrédito y el desprecio ajeno. Nadie se venderá bien si enfatiza sus defectos y cuestiona sus virtudes; la debilidad puede inspirar compasión, pero difícilmente despertará amor.
La persona de baja autoestima estimula la crueldad, al ser cruel consigo misma; la desconfianza, pues cabe esperar de ella manipulaciones y disimulos; o, en fin, mera compasión. Su lamento cansa; su reclamo ofende. Si un día pretende seducir, resulta patética. Exhala una languidez que difícilmente soportamos por mucho tiempo. Quien quiera triunfar, que se ponga de parte de sí mismo: hasta los rivales reconocerán su dignidad.
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