El mal parece a menudo, como sugiere el budismo, un problema de ignorancia. El narcisismo nos limita las perspectivas, el miedo nos hace torpes. «¿Qué es lo malo sino lo bueno torturado por su propia hambre y su propia sed?», escribe Gibran.
La desesperación impulsa a embestir ciegamente. Cuando uno se siente satisfecho, la compasión y la generosidad parecen salir solas. En cambio, cuando abruma el dolor hay que esforzarse para no acabar haciéndoselo pagar a alguien.
¿Se puede reducir la ética, entonces, a una cuestión de suerte o bienestar? En absoluto. Precisamente, la ética tiene sentido porque sufrimos, somos ignorantes y queremos vivir, y por tanto el bien es difícil. Tan difícil como la propia vida que nos muerde, la propia facticidad que nos contraría. La ética es el empeño en el bien a pesar de su dificultad, a pesar de saber que fracasaremos a menudo, por ignorancia o por impotencia.
La moral es la gesta de la voluntad enfrentándose a la mera reacción, poniendo cortapisas al impulso, puesto que hemos decidido que es lo correcto, y que lo correcto está por encima de lo reactivo. Los niños son crueles porque aún no han podido elegir la bondad, y, cuando lo hacen, porque aún no se dominan lo suficiente. Algunos adultos tampoco han dado esos pasos: quien lo ha entendido, que empiece por sí mismo.
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