Si buscas ser querido, asegúrate de no ser despreciado: el amor no florece en los baldíos donde escasea el respeto.
Con lo demás, en tanto no avasalle, se puede transigir. La punzada de la insolencia se sortea a menudo si desliza un gesto de complicidad: la atención del arrogante nos complace porque nos ha elegido; la cortesía del arisco se admite porque nos ha dedicado una excepción. La gente admira al fuerte, pues en el fondo todos nos presentimos débiles; al resuelto, pues nos sabemos vacilantes. La petulancia que repudiamos puede minimizarse cuando nos otorga privilegios de afecto. En cambio, parece endeble la promesa del que permite que lo humillen: quien deja que vulneren su dignidad, difícilmente honrará la nuestra.
La ternura, para atraer, tiene que parecer un don, el matiz de una norma en la que predominan el brío y la seguridad. No satisface una ternura pusilánime. Raramente prenderá el amor en la ciénaga de la compasión. Nadie admira una bondad impuesta por la debilidad. El amor de quien nos necesita resulta sospechoso: más bien queremos que nos necesiten porque nos aman, como puntualizó E. Fromm. Es cierto que todo se entremezcla y cuesta discernir qué va primero, pero, en cualquier caso, la vulnerabilidad solo se tolera de buen grado a la sombra de la fortaleza.
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